Publicado en La República de Bogotá, 19 mayo 2009
César Ferrari, Ph.D.
Esta crisis mundial, la peor desde la Gran Depresión, no apareció del aire.
Tampoco es un nuevo ciclo económico natural resultante de cambios en productividades o rentabilidades sectoriales que inducen inversiones en sectores con relaciones factoriales distintas y que, por tanto, crecen a ritmos diferentes. Esta crisis, originada en Estados Unidos, es consecuencia de errores de su política económica.
La política monetaria fue sumamente volátil. Entre enero-noviembre 2001 la Reserva Federal redujo su tasa de interés de 6% a 1.75% y a 1% en 2003, para aumentar el consumo sin consideración por el ahorro doméstico. Entre 2005-2006 la elevó hasta 5.25% para reducir la inflación sin éxito, sin consideración por el ingreso de prestatarios y productores. Entre 2007 y 2009 la disminuyó hasta 0% para evitar la depresión.
La política fiscal redujo los impuestos a los mayores ingresos y el gasto civil, y aumentó el gasto militar, generando una enorme inequidad y un déficit fiscal gigantesco que entorpece hoy la solución de la crisis. Así mismo, subsidió los biocombustibles, lo que redujo la producción de alimentos mientras su demanda aumentaba, lo que provocó el incremento de sus precios. Sumado al de combustibles y metales y al de las tasas de interés hizo inviable el pago de las hipotecas, lo que derrumbó los derivados financieros de las mismas, y la liquidez y solvencia de los bancos.
La política reguladora, en un contexto de información asimétrica, evitó normar los bancos de inversión y dichos derivados financieros; se pregonaban mercados libres y autorregulación. Tampoco reguló las calificadoras de riesgo, con evidentes conflictos de interés en la calificación de derivados emitidos por bancos que la pagaban.
Esa política expresaba la dominación neo-conservadora (neo-liberal en Latinoamérica) iniciada con Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan (1981). Se justificaron con las teorías monetaristas, de la “nueva economía clásica” y del libre mercado; gracias a dicha dominación preeminentes en las escuelas estadounidenses y europeas y, por extensión, en todo el mundo.
Falló porque esas teorías y sus modelos son formalmente elegantes y matemáticamente complejos pero desarraigados de la realidad, buenos solo para auto explicarse. Son visiones agregadas y abstractas que ignoran la existencia de mercados diversos, sus interrelaciones y sus fallas (precios opacos, fidelización forzosa de consumidores a proveedores, monopolios naturales).
Milton Friedman se encargó de justificarlos. No le importaban los supuestos de los modelos, le importaba que pudieran predecir los comportamientos económicos. Según Tjalling Koopmans, otro Premio Nobel: “Uno sólo puede sentirse incómodo con tanta ingenuidad”.
Es claro, ahora, que fueron elaborados para racionalizar y justificar la exclusión del Estado en la economía y la inutilidad de la política económica. Lo cierto es que si los gobiernos no estuvieran interviniendo, la crisis sería mucho más profunda.
Esa política puede cuestionarse también a partir de teorías convenientemente olvidadas. El Teorema del Segundo Mejor demuestra que la eliminación de algunas fallas de mercado manteniendo otras, puede alejar a la economía del óptimo antes que acercarla. Así, lograr ese mayor acercamiento requiere introducir distorsiones que compensen las no eliminadas.
Por todo ello, sus creyentes fueron incapaces de prever y analizar la crisis actual y menos proponer soluciones. Mejor dicho, los que fallaron fueron los políticos y economistas que creyeron, propagaron y aplicaron tales teorías cual religión, allá y acá. Toca superarlos.