Por César Ferrari
Publicado en Economía Institucional, volumen 12 número 12, Primer semestre 2010
Para algunos economistas, el desarrollo humano es desarrollo económico
con rostro humano, es decir, aumento de la producción de
bienes y servicios con estabilidad de precios y programas sociales para
aliviar la pobreza. En otros tiempos, algunos lo entendían como ajuste
con rostro humano, lo que implicaba restringir el gasto para reducir
la inflación pero protegiendo a la población de menores ingresos.
Estas son versiones inapropiadas del desarrollo humano, que implica
progreso y mayor bienestar de las personas; por tanto, desarrollo
económico y, sin duda, desarrollo social, político y cultural. También
provisión de ciertos bienes públicos que no se identifican como tales
sino con valores que guían el desarrollo en esos campos: libertad,
equidad, solidaridad, dignidad, honestidad pública, seguridad.
LAS DIMENSIONES DEL DESARROLLO HUMANO
Una de las dimensiones del desarrollo humano es, por supuesto, la
económica. En el mundo moderno es imposible aspirar a mejores
condiciones de vida y, por tanto, a mayor bienestar, sin una cantidad
mínima y creciente de bienes y servicios que satisfaga las necesidades
de toda la población.
El desarrollo humano tiene entonces que ver con el crecimiento
económico, pero también con la estabilidad relativa de los precios. Sin
el primero no es posible ofrecer mayor cantidad de bienes y servicios
y alcanzar mayores niveles de satisfacción; sin la segunda, la variación
sustancial de la rentabilidad de los distintos sectores económicos, en
particular con altos niveles de inflación, dificulta, si no hace imposible,
la inversión para lograr más crecimiento.
Pero el desarrollo humano también tiene otras dimensiones, como
la política, la social y la cultural, que se relacionan y están determinadas
por valores tales como libertad, equidad, solidaridad, honestidad,
dignidad y seguridad. La preeminencia de alguno o algunos de estos
valores refleja preferencias y objetivos personales y sociales. Los valores,
que guían y regulan el comportamiento humano, son elecciones
personales y dependen de las preferencias individuales, que varían con
el tiempo y están condicionadas y sujetas a la influencia de la cultura
y las costumbres, y se reflejan en los objetivos sociales, es decir, en las
metas de los grupos sociales.
LOS VALORES HUMANOS
Los valores humanos mencionados no son nuevos. El grito de los
revolucionarios franceses en 1789: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”,
tuvo gran resonancia y ha influido profundamente en las preferencias
personales y sociales.
La seguridad no fue un valor que proclamaran los revolucionarios
franceses. Lo que no es sorprendente. Pues cuestionaban,
precisamente, la seguridad y la estabilidad del Antiguo Régimen,
que garantizaba los privilegios de la nobleza y la clase dirigente de
ese entonces y, además, las rentas que obtenían con ellos, es decir, la
consecución de rentas en mercados no competitivos distorsionados
por esos privilegios.
Y cuando esos privilegios y el rentismo consiguiente dejaron de
ser socialmente aceptados y aceptables, la delimitación y la separación
entre la propiedad pública y la privada fue una consecuencia natural.
La honestidad dejó entonces de referirse únicamente al respeto por
la propiedad privada para denotar también un atributo indispensable
de los administradores circunstanciales de la propiedad pública que
debía asegurar que ésta se utilizara en beneficio social y no personal.
Además, con la eliminación de los privilegios, la dignidad dejó de estar
reservada a los privilegiados y se extendió a todos los seres humanos
en virtud de su propio ser.
Esos valores sobrevivieron y se extendieron al mundo occidental,
al menos formalmente, a pesar de todos los esfuerzos de restauración
del Antiguo Régimen para recuperar los privilegios, las rentas y el
uso de la propiedad pública en beneficio personal, en aras de una
supuesta mayor seguridad y estabilidad. Ese restablecimiento habría
llevado a restringir de nuevo las libertades personales y políticas, las
de emprendimiento y comercio, al abandono de la igualdad ante la
ley y al desconocimiento de la dignidad de todo ser humano. Pero la
sociedad no se mostró dispuesta a cambiar sus preferencias, es decir,
a trocar más seguridad por menos libertad, menos igualdad, menos
fraternidad y menos honestidad pública. Esos valores fundamentales
nunca se han olvidado, y al menos han estado latentes en las condiciones
más adversas.
En 1948, la Asamblea de las Naciones Unidas los proclamó en
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo primer
artículo señala: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia,
deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”1.
Y han sido consagrados en todas las constituciones, tratados y
normas sociales fundamentales de casi todos los países.
Persisten, quizá con otros nombres y con mayor precisión: la libertad es aún
libertad personal y política, pero también de emprendimiento y de
comercio; la igualdad es, ahora, de oportunidades, para hacer posible
la equidad en la distribución del ingreso; la fraternidad es solidaridad
y también rechazo de la discriminación, por razones de raza, género,
inclinación sexual y edad; y la honestidad es imperiosa para todos
los individuos, y aún más para los gobernantes, que tienen mayores
responsabilidades con la sociedad.
Pero más allá de consideraciones éticas, estos valores existen porque
las personas los demandan, porque los incorporan en sus preferencias,
y alguien los ofrece, o los debe ofrecer y satisfacer. Así, se pueden concebir
como bienes o servicios para los que hay demanda y oferta, cuya
“cantidad” y cuyo “precio” se definen en el “mercado” respectivo.
DEMANDA Y OFERTA EN LOS MERCADOS
Para explicar cómo funcionan los mercados, los economistas suponen
que los seres humanos actúan como consumidores y como
productores. Como consumidores, adquieren bienes y servicios en
los mercados con el fin de maximizar su bienestar. Se supone que
eligen esos bienes y servicios, como los alimentos, los automóviles, la
electricidad o el entretenimiento, de acuerdo con sus preferencias. Y
lo hacen repartiendo la cantidad limitada de dinero de que disponen.
Es decir, tratan de adquirir la mayor cantidad de bienes y servicios
con sus recursos.
De la solución a este problema de distribución de los recursos,
formalizado con ayuda de las matemáticas, los economistas deducen
lo que se conoce como demanda del consumidor, de cada bien y de
cada servicio. Y deducen que a mayor precio menor es la demanda,
y que cuanto más alto es el ingreso y mayor es la preferencia mayor
es la demanda.
Con sus preferencias y su dinero, los consumidores acuden al
mercado correspondiente, uno por cada bien o servicio. Así, acaban
comprando bienes y servicios en los mercados, de acuerdo con sus
preferencias, considerando el precio respectivo y el ingreso del que
disponen. De modo que con unos recursos limitados, compran cierta
cantidad de un bien o servicio considerando todas las demás compras,
es decir, si compran más de unos compran menos de otros.
La persona no actúa sola en un mercado, actúa en forma simultánea
con las demás; de modo que la demanda en el mercado es la suma
de la demanda de quienes allí participan. Esa demanda enfrenta una
oferta que intenta satisfacerla.
Esa oferta es la agregación de la oferta de los individuos que actúan
como productores de bienes o servicios. Se supone que lo hacen con
el fin de maximizar la utilidad que puedan obtener con la producción,
igual al producto de la venta de lo que producen menos el costo de
producirlo, empleando la tecnología que conocen. Esta tecnología
representa cierta combinación de factores de producción e insumos intermedios,
así como en la producción de camisas se combinan de cierta
manera mano de obra, máquinas, servicios, telas, hilos y botones.
De la solución de ese problema de maximización de la utilidad
del productor sujeta a una restricción tecnológica, los economistas
deducen lo que se conoce como costos marginales de producción, es
decir, lo que cuesta producir una unidad adicional del bien o servicio.
Se supone que producir una unidad adicional le cuesta al productor
un poco más que la unidad anterior o al menos lo mismo. El nivel de
producción en la parte creciente o constante de los costos marginales
en ambientes competitivos se conoce como oferta del productor en
el mercado.
Quienes demandan o producen bienes y servicios no son siempre
personas o individuos, son en general “agentes económicos”, bien sean
personas naturales, empresas o Estado. El equilibrio entre la demanda
agregada de unos agentes consumidores y la oferta agregada de otros
agentes productores en cada mercado define un precio y una cantidad
transada de equilibrio, es decir, consumida y producida en ese mercado.
La teoría del consumidor y la teoría del productor son la esencia de
la teoría económica; el resto es parafernalia2.
BIENES Y SERVICIOS SIN PRECIOS, Y BIENES PÚBLICOS
No todos los bienes y servicios que las personas o agentes demandan
y producen tienen un precio explícito ni existen, aparentemente, mercados
para ellos. Ello ocurre en gran medida debido a lo que se llama
“fallas de mercado”, en razón de las cuales aun si ese precio existiese
no queda bien definido. El ejemplo típico es el del propietario que
paga a un celador para que vigile su propiedad, y aunque el vecino
no contribuya a ese pago se beneficia porque la presencia del celador
ahuyenta a los ladrones.
Los bienes o servicios que no tienen un precio explícito y un
mercado aparente se conocen como bienes públicos. A diferencia
de los bienes privados, en el caso de los bienes públicos hay ciertas
fallas de mercado o existen atributos que impiden definir su precio.
Estos son la “no rivalidad”, es decir, no son como una manzana, que
cuando alguien se la come nadie más puede disfrutarla, esto es, que no
se agotan cuando otros los consumen; y la “no exclusión”, como una
fumigación contra mosquitos que transmiten la malaria que beneficia
a todos los miembros de una comunidad, aunque no todos paguen,
y es imposible impedir que los que no pagan resulten beneficiados
(Nicholson, 2007, 368).
Desde el punto de vista económico, valores como la libertad, la
equidad, la solidaridad, la honestidad pública y la seguridad se pueden
equiparar a los bienes públicos. Aunque no se “compren” igual que
los bienes privados o públicos utilizados como ejemplo, porque no
existe un mercado explícito para ellos y, aparentemente, no se pague
un precio por ellos.
Pero no son menos importantes porque no tengan un precio
explícito. Y el hecho de que no tengan un precio adecuado tampoco
suprime la necesidad de satisfacer su demanda. Alguien debe ofrecerlos.
Por lo general, la sociedad le asigna al Estado la obligación de
ofrecerlos o, al menos, de garantizarlos. En el caso de la honestidad
pública deben ofrecerla los servidores públicos potenciales y en ejercicio.
En el mundo moderno este tipo de bienes corresponde al derecho
de las personas a gozar de la libertad, la equidad, la solidaridad, la
dignidad y la seguridad.
Pero el Estado está a cargo de los gobiernos, en representación
de la sociedad o de grupos limitados, según sean democráticos u
oligárquicos, más allá de las formalidades con las que sean elegidos o
designados. De modo que lo que el Estado ofrece o garantiza depende
de la orientación del gobierno y de quiénes sean representados.
PRECIOS IMPLÍCITOS Y COSTOS DE OPORTUNIDAD
En términos económicos, todos los bienes y servicios, incluidos los
bienes públicos, tienen un precio. Cuando no es explícito está dado
por su costo de oportunidad en términos de otros bienes y servicios,
es decir, por lo que se deja de comprar de otros bienes o servicios para
adquirir los primeros.
Por ejemplo, el costo de una mayor seguridad en los vuelos aéreos
no sólo está dado por lo que hay que pagar a los grupos de vigilancia
y seguridad sino también por el costo en que incurren las personas
por llegar más temprano a los aeropuertos y pasar por controles más
estrictos, es decir, por el tiempo que podrían dedicar a otros menesteres
remunerados y más rentables. Y la seguridad que reporta un mayor
gasto militar podría valorarse por las carreteras que se dejan construir
o la salud que se deja de atender, más el valor de los bienes y servicios
que se dejan de producir por la falta de acceso a los mercados debido
a la inexistencia de esas carreteras, o por las enfermedades desatendidas.
El costo de la pérdida de libertad personal para adquirir armas,
que se dan en monopolio al Estado para garantizar mayor seguridad
a la sociedad, podría definirse a partir del costo por persona en que
incurre el Estado para satisfacer esa seguridad, es decir, del gasto de
mantenimiento de la fuerza pública y de su equipamiento dividido
por el número de personas que la integran.
Es claro que la reducción a términos monetarios del valor de los
bienes públicos puede llevar a infravalorarlos. Pero ese riesgo es similar
a la infravaloración o sobrevaloración a que llevan los precios explícitos
del valor de los bienes y servicios que sí los tienen, cuando debido
a la existencia de otras fallas en los mercados respectivos –como las
externalidades negativas (p. ej., los costos de tratamiento de las aguas
en que debe incurrir la ciudad por la contaminación del río Bogotá
que no pagan sus causantes)– dichos precios no reflejan el verdadero
costo de oportunidad de esos bienes o servicios.
PREFERENCIAS Y CANASTA BÁSICA VERDADERA
Ahora bien, las preferencias de bienes y servicios que definen la
demanda son propias de cada individuo. Se suele aceptar que los
seres humanos prefieren en primer lugar los bienes o servicios que
satisfacen sus necesidades humanas más básicas y que, por tanto, son
los que primero adquieren. Esto es lo que se conoce como canasta
básica del consumidor.
Usualmente, la canasta básica se define como un conjunto de bienes
–alimentos y vestuario– y servicios: salud, educación, vivienda y transporte,
que después se valorizan y contabilizan en términos de precios.
Se ha hecho costumbre incluir en esa canasta básica únicamente esos
bienes y servicios, porque se asocian con su “supervivencia física”, y
porque tienen precios explícitos y son fáciles de medir.
Puesto que lo que los consumidores compran depende de sus
preferencias y su ingreso y de los precios, conforme aumentan sus
preferencias y crecen sus ingresos se amplían las posibilidades de
comprar bienes y servicios adicionales a los de la canasta básica. Si
el dinero que poseen sólo les alcanza para comprar la canasta básica,
en las estadísticas se clasifican como pobres; si no les alcanza ni para
comprar alimentos, como indigentes. Lo cual querría decir, erróneamente,
que sólo las sociedades ricas podrían y estarían dispuestas a
adquirir bienes y servicios adicionales a los que garantizan su “supervivencia
física”3.
Pero, en realidad, a la luz de los antecedentes sociales mencionados,
además de dichos bienes y servicios, la canasta básica de los seres
humanos también incluye libertad, equidad, solidaridad, dignidad,
honestidad pública y seguridad, y así se reconoce en las sociedades
modernas.
En épocas remotas los seres humanos se agruparon y se organizaron
en sociedades. Para supervivir era indispensable ser parte de una
comunidad y ser solidarios dentro de ella, lo que implicaba reconocimiento
mutuo como miembros de la comunidad y cierta equidad
en la distribución de los recursos.
También querían mantener su libertad frente a otros grupos que
podían esclavizarlos. Y para disfrutar su libertad sin temor a perderla,
por desconocer las motivaciones e intereses de terceros y desconfiar
de ellos, también demandaban seguridad, dentro y fuera de su grupo,
y tuvieron que ceder parte de su libertad para organizarse mejor pues
unos pocos tenían que dirigir y los más obedecer.
En esas épocas, la solidaridad tenía preeminencia porque era fundamental
para la supervivencia y la libertad. Sin esa solidaridad, basada
en la confianza, que se hace posible con el conocimiento mutuo, los
seres humanos y sus sociedades no habrían desarrollado instituciones
como el mercado o, más adelante, la banca.
PREFERENCIAS Y BIENES PÚBLICOS
En la época actual, luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre
de 2001, la seguridad pareció recuperar la preeminencia sobre los
demás bienes públicos mencionados en las preferencias de buena parte
de la población. Fue un fenómeno mundial que parecía contradecir
la esencia de la convivencia humana.
En ese contexto se eligieron gobiernos que en gran medida respondían
a esa alteración de las preferencias, lo que a su vez condicionó y
repercutió en la oferta de bienes públicos. Ese cambio fue más notorio
y más y fuerte en países con conflictos internos. Colombia no fue la
excepción. En los últimos años, la sociedad colombiana parecía valorar
la seguridad por encima de los demás bienes públicos.
Y como las preferencias cambian, la preeminencia de un bien
público sobre los demás no puede ser permanente. También cambia
con el tiempo porque las preferencias se modifican con el tiempo. El
cambio puede ser inducido por la realidad, que hace evidentes los
costos de unos bienes públicos en términos de otros, o por un buen
publicista que logra inclinar las preferencias de los consumidores hacia
el bien o servicio que quiere promocionar.
Las técnicas publicitarias son variadas y, en el mundo moderno, la
masificación de los medios de comunicación ha aumentado su poder.
Incluyen campañas negativas para desprestigiar los productos de sus
competidores y campañas positivas que tratan de realzar las ventajas
de los suyos. Casi siempre apelan a sentimientos, a necesidades reales
o imaginarias que se deben satisfacer o se supone se deben satisfacer,
desde evitar la pérdida de cabello y mantenerse atractivos hasta evitar
perder la propiedad que, para algunos, puede terminar siendo más
importante que la vida.
La inseguridad, real o aparente, fue magnificada a partir de hechos
reales. Por diversas razones: las de quienes privilegian la seguridad
por razones ideológicas o porque conviene a sus intereses, como fue
el caso de los que intentaron restaurar el Antiguo Régimen europeo
o como el de los vendedores de armas de siempre.
Pero puesto que los recursos fiscales del Estado, responsable de
proporcionar o asegurar la mayor parte de los bienes públicos, son limitados,
la magnificación de la seguridad llevó a postergar la provisión
de otros, lo que produjo altos costos para la sociedad en términos de
estos últimos. Así, para lograr mayor seguridad pública en los campos
y zonas rurales, la sociedad colombiana tuvo que dedicar cuantiosos
recursos para gastos de personal y equipamiento militar y de seguridad;
en consecuencia, se mostró dispuesta a sacrificar, consciente o, tal vez
inconscientemente, otro tipo de bienes… y para retomar dos ejemplos,
las carreteras y los aeropuertos se construyeron, por así decirlo, más
lentamente; y la salud pública hoy enfrenta un gravísimo problema
de organización y de falta de recursos.
En otras palabras, se podría decir que para lograr mayor seguridad
se sacrificaron la solidaridad y la equidad, porque al postergarse la
construcción de carreteras se redujo la competitividad de los productores,
industriales y aun agrícolas, y con ello, sus posibilidades de crecer
y de generar empleo; y al postergarse la destinación de recursos para
la salud, que afecta en mayor medida a los más pobres, se descuidó
la atención de los más débiles, y si se quiere también su capacidad
productiva. Y se afectó también la libertad, como en el caso de las
restricciones en los aeropuertos.
Se puede argumentar que sin seguridad es imposible ejercer la
libertad, y es claro que ante la inseguridad, que genera temor y desconfianza,
las personas se desentienden de la solidaridad. Pero también
se puede afirmar que si la sociedad moderna y las personas fueran
solidarias, por el hecho de conocerse y no existir barreras entre ellas,
entre otras razones porque el Estado promoviera la eliminación de
dichas barreras, no desconfiarían de sus semejantes, de modo que la
libertad, la equidad y la seguridad serían más imperiosas.
De nuevo, las preferencias han cambiado o están cambiando para
una gran cantidad de personas. Así lo demuestran diversos hechos. Por
ejemplo, en Estados Unidos, la elección a fines de 2008 del Presidente
Barack Obama o su difícil victoria política en marzo de 2010, en su
esfuerzo por extender la cobertura de los servicios de salud a los pobres
estadounidenses que excluía el régimen anterior. Más cerca, en Colombia,
la protesta general por los notorios problemas de la salud pública
o por la evidencia de interceptaciones telefónicas. Estos dos ejemplos
parecen indicar que la preeminencia de la seguridad está disminuyendo
en las preferencias de los ciudadanos y, en consecuencia, su demanda,
lo que no quiere decir que desaparezca esa necesidad, sino que las preferencias
y las demandas de otros bienes públicos como la solidaridad
o la honestidad pública están desplazándola del primer plano.
Es posible que ese cambio de preferencias y de demanda de otros
bienes públicos se acentúe. Y es natural que ocurra. Conforme se hacen
más evidentes los costos en términos de libertad, equidad, solidaridad
y honestidad pública, la preferencia y la demanda de seguridad a expensas
de estos seguirán disminuyendo y aumentando las de aquellos.
Desde este punto de vista, y de no mediar otras circunstancias, la
sociedad podría elegir como gobernante a quien prometa y garantice
una oferta más cercana a la de sus preferencias y demandas actuales:
honestidad pública y solidaridad, aun sin considerar sus programas
particulares y detallados.
LOS RETOS DE LA POLÍTICA PÚBLICA
Pero la demanda de solidaridad y honestidad pública se ha de satisfacer,
más allá de prometerlo en la competencia electoral. El gobernante
debe satisfacerla proporcionándola efectivamente a través de
las políticas y los programas públicos. En el fondo, lo que se promete
se debe reflejar en la orientación que, desde el Estado, el gobierno
dé a la política pública y, en particular, a la política económica. Y se
refleja en ese campo porque las decisiones públicas o económicas son
en esencia decisiones políticas que implican una posición ética determinada
por reflejar, a su vez, una elección entre intereses diversos. Por
tanto, expresan preferencias acerca de valores (o, como se definieron,
bienes públicos) como la libertad, la solidaridad, la honestidad pública
y, también, la seguridad.
En este marco de valores, una política económica –que incluye
las políticas monetaria, fiscal y de regulación– cuyo propósito no sea
mejorar el bienestar de las personas en términos físicos, culturales,
sociales y de dignidad, es decir que no esté orientada al desarrollo
humano, carecería de sentido. Por supuesto, entre sus objetivos deben
figurar el crecimiento económico elevado y sostenido y la estabilidad
relativa de los precios, al estilo asiático por ejemplo, pero también la
equidad en la distribución del ingreso, al estilo nórdico.
Debe procurar la expansión de la solidaridad, la libertad y la seguridad
de las personas, no sólo su seguridad, y volver imperativa la
honestidad pública. Y garantizar, ciertamente, la libertad personal y
política, como también la libertad de emprendimiento, producción
y comercio.
Garantizar la libertad de emprendimiento y producción implica
superar tres desventajas que restan competitividad a la producción
de bienes y servicios transables internacionalmente4 y reducen la
posibilidad de exportar o de sustituir importaciones: unas tasas de
interés activas elevadas, superiores a las internacionales, que no sólo
reducen las oportunidades de inversión sino que elevan los costos
de las empresas; una tasa de cambio revaluada con respecto a la que
enfrentan los productores de otros países, que agrava aún más la falta
de competitividad internacional; y unos impuestos elevados con
respecto a los internacionales que disminuyen la rentabilidad, y que
algunos productores logran reducir con exenciones particulares, por
cierto inequitativas.
Esta situación parece derivarse de la noción de que el control de la
inflación es la meta económica suprema, superior a toda consideración
sobre la competitividad de los sectores transables. No se advierte que
una mayor competitividad se traduce en acceso a nuevos y mayores
mercados y, por tanto, en mayores ventas, mayor producción, más
empleo, más autoempleo de alta productividad y más equidad.
Tampoco se advierte que ese acceso depende, en gran medida, de
una tasa de cambio adecuada, bajos costos financieros e impuestos
razonables. Se piensa que el único instrumento válido para lograr una
mayor competitividad es aumentar la productividad de los factores y
los insumos de producción cuando ésta, en el mejor de los casos, no
logra crecer más de un 3% o un 4% al año.
Entre quienes deciden la política económica en América Latina
persiste un falso dilema: baja inflación o competitividad. E insisten
en reducir la inflación con restricciones monetarias que se traducen
en pérdidas de competitividad y, por tanto, de crecimiento y equidad.
Debido a una apreciación errada del funcionamiento de la economía,
a una visión agregada que no diferencia el comportamiento de los diferentes
mercados y sus interacciones, en particular entre los mercados
de bienes y servicios transables y los mercados cambiario y crediticio,
se pierde de vista que una combinación adecuada de políticas fiscales,
monetarias y de regulación puede lograr ambas metas.
Las metas de crecimiento, estabilidad de precios y equidad en la
distribución del ingreso reclaman una nueva política de regulación
que haga competitivos a los mercados de servicios, en particular a
los mercados de crédito, eliminando la opacidad de los precios, la
“fidelidad” forzosa de los consumidores con los proveedores y las
asimetrías de información; una nueva política monetaria que dé
liquidez y crédito adecuados a una producción y unas transacciones
crecientes, y mantenga una tasa de interés baja y una tasa de cambio
devaluada; y, por supuesto, una nueva política fiscal que retorne a su
utilización como mecanismo distributivo, a la progresividad de los
impuestos, a los impuestos directos como base del recaudo, con tasas
menores pero de aplicación, sin excepciones, y a un gasto fiscal que
haga posible construir la infraestructura económica que requiere el
desarrollo económico y social, y que proporcione los bienes públicos
que la población necesita y demanda.
Así, la política pública, y la política fiscal en particular, debe
promover la solidaridad y proporcionarla, no en forma de dádivas
fiscales sino eliminando las barreras sociales y la discriminación por
género, etnia, inclinación sexual y edad, y, de modo más específico,
estableciendo sistemas de salud y de educación universales, más allá
de intereses financieros particulares.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Nicholson, W. Teoría microeconómica, principios básicos y ampliaciones,
NOTAS
1 Organización de las Naciones Unidas [http://www.un.org/es/documents/udhr/].
2 Los párrafos anteriores resumen muy sintéticamente las teorías microeconómicas
del consumidor y del productor. Para un tratamiento más completo, de nivel
intermedio, ver, por ejemplo, Nicholson (2007, partes segunda y tercera).
3 La ONU clasifica como pobres a las personas cuyo ingreso es inferior a 2
dólares diarios y como indigentes a las que ganan menos de un dólar diario.
4 Aquellas actividades económicas que producen bienes o servicios que se exportan
o sustituyen importaciones.
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